De aquí en adelante volverá a la estrategia de la ensalada de frutas, y al viejo dicho de que le encantan las vitaminas, y que odia la pizza y las hamburguesas, y la grasa toda.
Y así será por siempre, de ser necesario…
Empiezo por decir que mostrar preocupación por un defecto corporal mínimo o inventado es el pan de todos los días de miles de hombres y mujeres en todo el mundo cuando se levantan por las mañanas, y se reconocen a si mismos en el espejo. Pero cuando la preocupación se convierte en una obsesión que interfiere con las actividades cotidianas, puede afectar gravemente la autoestima, y peor aún, llegar a alterar la salud, y las consecuencias pueden ir desde problemas para socializar hasta la muerte.
Basta con hojear algunas revistas por el estilo de CARRUSEL, ALÓ, CROMOS, SOHO o FUCSIA, para darse cuenta del gran impacto que tienen los productos de belleza y/o adelgazamiento tanto en la pauta publicitaria como en los artículos ahí contenidos.
La revista Motor, el suplemento de EL TIEMPO, que supuestamente es un magazín sobre motores, máquinas y carros, dedica buena parte de su pauta publicitaria a promesas comerciales de “ensanchar y alargar” el miembro masculino, agrandar los senos femeninos, realzar la cola…, en fin, el rendimiento mecánico y estético de la belleza, que establece un “performance” en la belleza y la moda en beneficio de toda una industria de miles de millones.
Es difícil diferenciar el acto humano, y quizás necesario, de preocuparse por el “look”, del acto suicida y antinatural de rechazarse uno mismo como especie. Por ejemplo, cuando uno discute con sus amigos sobre que vieja está como “buena” o “interesante”, o siquiera “está apenas para una noche...”, surge por unanimidad el concepto según el cual una mujer “bien arreglada”, se ve mucho mejor que una “desarreglada”. Pero a la hora de definir “bien o mal arreglada”, las diversas opiniones recuerdan la Teoría de la Relatividad de Albert Einstein.
Luego, profundizando un poco más, los gustos son tan disímiles como a la hora de comer. Hay gente que odia la cebolla, hay quienes odian el ajo, incluso esa maravillosa verdura precursora indispensable para tantos platos y productos alimenticios procesados, llamada el tomate, es un insulto al paladar de muchos. En lo personal, no me gusta el pescado, y los mariscos menos. He sido insultado por mi “ignorancia gastronómica” en más de una ocasión, incluso por mis familiares más directos. La frase que más recuerdo es: “No sabes de lo que te pierdes”. Pero nadie extraña lo que no ha tenido.
Que no decir de la belleza. Que hay feas (y por extensión, feos), las hay. Pero lo que es feo para unos, es bello para otros. ¿Cuál es el sentido de esta reflexión filosófica sobre la belleza?
Simple. El sentido es que hombres y mujeres nos proyectamos hacia nuestros semejantes, e invertimos cierta cantidad de tiempo y esfuerzo para adquirir el guardarropa, cambiar de peinado o mejorar nuestra apariencia. Queremos agradarle a la gente, y ante todo, agradarle al sexo opuesto (bueno, los que somos heterosexuales, supongo que vale para todos).
Ser vanidoso puede ser un acto de importancia cotidiana para sobrevivir, como lo es alimentarse y dormir bien, o hacer ejercicio con cierta regularidad. Lo "feo" es que la imagen y la apariencia, como problemas de forma, vienen ganándole la partida al fondo, es decir, a la esencia de lo que realmente somos. Esto es válido no sólo en las relaciones afectivas de pareja, sino para el éxito profesional. Hasta en la política el parecer está venciendo al ser.
Cuando en la televisión y los medios en general nos bombardean con las imágenes importadas de la belleza ideal, salen a relucir los comerciales de pañales, todos con bebés ojiazules y monitos. Hasta para promocionar tampones femeninos o papeles higiénicos hay que cumplir primero con un “estándar”. Nada contra los monos, y menos contra las monas…
Después vienen las medidas ideales de belleza, que a un pintor renacentista lo hubieran dejado aterrado. Los graciosos contornos femeninos, y las caderas anchas, con sus rostros con mejillas rosadas, símbolos de la fertilidad y buena salud sexual de las mujeres, han sido reemplazadas por los cuerpos estilizados en forma de palillo de las modelos famosas. Nada contra los flacos, mucho menos contra las flacas, y muchísimo menos contra las modelos…
Pero cuando esta guerra imagenológica redunda en la firme idea de que una parte del cuerpo (o todo) es desagradable, o incluso repugnante, sus víctimas empiezan a sentir que “no hacen parte de la manada”, por ende sufren angustiosamente por su supuesta fealdad, e incluso, hacen sufrir a otros.
Volvemos con Cristina. El problema sigue progresando, y tengo la mala suerte de conocer a una mujer bellísima. Es Cristina, claro. Es algo ancha, quizás hasta gordita para algunos, pero a mi me encanta su sonrisa despelotada, sus comentarios “nada que ver”, su irreverencia, su naturalidad, su sonrisa…
Luego salgo con la susodicha, y me entero poco tiempo después, que el objeto de mi afecto está obsesionado con una imperfección de su cuerpo. Que es chancha, que tiene “un banano”, que esto o aquello. Soy forzado a prestarle atención y a darle una importancia desmesurada a sus defectos, porque si no lo hago, quiere decir que ella no me importa.
“¿De verdad te gusto? ¿A pesar de…?”.
Me pregunto que le pasa a Cristina. Por qué una mujer chusca e inteligente como ella no puede aceptar mis argumentos básicos, de que me gusta así como es ella…, sin la joda de si es gorda, claro está. En ese momento aún no me he enterado de que hay una tendencia obsesiva por abordar temas relacionados con el atractivo personal. Según la psicóloga mejicana María Elena Moura, algunas estimaciones muestran que el 45% de las quejas se centran en la forma de la nariz, aunque no se descarta la mención de abdomen, cuello, mandíbula, cabello, boca, senos, manos, piernas, glúteos, pies o genitales.
”La dismorfofobia tiene mayor incidencia en adolescentes de ambos sexos y, al parecer, guarda relación con las transformaciones de la pubertad, que comienzan hacia los 12 años de edad, aunque la mayoría de los casos severos se hacen evidentes durante la adolescencia, es decir, de los 15 a los 18 años. Asimismo, se calcula que el 1.5% de la población mundial sufre esta condición, pero los expertos insisten en que dicha cifra puede ser poco fiable debido a que muchos afectados tratan de ocultar su problema y permanecen en el anonimato.”
¿Problema viejo?
El síndrome dismórfico fue descrito por primera vez en 1886 por el psiquiatra italiano Enrique Morselli, quien le llamó dismorfia corporal, y en la actualidad se le clasifica dentro del grupo de los trastornos somatomorfos, es decir, aquellos en los que el paciente presenta quejas y síntomas físicos sin que los exámenes médicos demuestren la presencia de alguna enfermedad.
El origen del mal no está en los medios, sin duda. Según los resultados de las discusiones y transcripciones de los psiquiatras contemporáneos, casi todos los pacientes han sufrido algún tipo de burlas o señalamientos respecto a su cuerpo o alguna parte del mismo durante su infancia y, sobre todo, en la adolescencia, etapa en la que supuestamente la personalidad se encuentra en formación.
Pero como todos hemos sufrido burlas alguna vez, es más probable que el origen verdadero del problema sea la falta de malicia o de experiencia para defenderse de las agresiones verbales externas, como un comentario proveniente de los compañeros del colegio o de la universidad, algunas veces la misma familia, pues este es un mal contagioso. Y ahora, que la gente "madura antes" y entra con dieciseis a la universidad, no es difícil adivinar el grado de maduración emocional de los adolescentes de hoy, que inician su vida sexual alrededor de los quince años de edad, sin salirme del tema.
Aquí es donde entran los medios masivos de comunicación, como propagadores continuos de imágenes que acentúan la idea de que la “perfección” del cuerpo es una meta que se debe alcanzar a toda costa para triunfar en la vida y ser feliz. Por algo es tan famoso el adagio de que las “comparaciones son odiosas”, pues constantemente estamos conciente- o inconcientemente comparando nuestros rostros y cuerpos. Medimos cualitativa- y cuantitativamente que tanto estamos por encima o por debajo del promedio, y nos imponemos marcas. Que si tengo carro o no tengo, si tengo, entonces que si el motor de mi carro tiene más o menos cilindrada que el de mi vecino, que si el equipo de sonido tiene amplificadores y subwoofer. Que si la vieja con la que estoy saliendo está buena o no, que si se dice que está buena o no, que es que se parece a Paola Rey, pero la otra, a Natalia París. Las mujeres, por supuesto, muchas también manejan la "bolsa masculina" de acuerdo a los parámetros correspondientes...
Desde un punto de vista muy pragmático, todos sufrimos de éste síndrome, y tratamos de cumplir con los rígidos estereotipos de belleza que los medios nos proponen para ser aceptados. Hay quienes han rechazado al amor de su vida, por las preferencias de la apariencia de otros, tanto hombres como mujeres.
Si antes era pecado ser extranjero, de otra religión, pensar diferente, o ser artista, ahora es pecado ser viejo, mal vestido o feo. Pecado que sólo se puede compensar con mucho dinero y poder, a lo sumo. Si no se tiene, hay que aparentar "lo bueno", y ocultar "lo malo". Y si la persona en cuestión, no le agrada..., "maquíllela con Néctar".
En la próxima entrega, el epílogo de este artículo, y averiguaremos que ocurrió con Cristina*… (*personaje ficticio)
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